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lunes, 4 de junio de 2012

La hora de la verdad

El viernes 1 de junio subí mi tercera novela a Amazon; la primera que publico en dicho portal. Con una extraña mezcla de miedo y reverencia -supongo que como nos sucede a todos al principio- pude ver publicada mi obra, al cabo de tan sólo unas horas, en la afamada tienda virtual.

Imagino que, para mí, ha llegado la hora de la Verdad. La Verdad con mayúsculas puesto que, de ahora en adelante, me he convertido sin quererlo en otro autor que -continúo suponiendo- dedicará cada día unos minutos para contemplar los resultados del informe de ventas de un modo casi compulsivo.

Uno se siente extraño al principio; y me explicaré.

Siempre que acabo de escribir una novela me sucede lo mismo. Al terminar la última línea del nuevo libro, ese último renglón que marca el final de varios meses de esfuerzo, entrega, trabajo y, ¿por qué no?, también sacrificio, muchas veces a horas bastante intempestuosas, experimento una profunda sensación de vacío. Un vacío ora un tanto especial, ora irracional; un vacío que, como un pequeño tirano, lanza constantes preguntas a mi joven alma de escritor: ¿Ha merecido la pena el esfuerzo? ¿Habré logrado plasmar con claridad en el papel las ideas que afloraban a mi mente? ¿Gustará? ¿Se interesará alguien por mi nueva obra?

Otras veces, las más, dicho vacío se presenta en forma de sentimientos muy encontrados: de repente me doy cuenta de que les he tomado tanto cariño a los protagonistas de mi historia que, de algún modo, los echaré de menos; desde el más bueno e ingenuo de ellos hasta el más retorcido que, como siempre, ha de encarnar y dar vida a la parte más trágica y oscura de la obra. Supongo que, como resultado de tu propia creación literaria, acabas congiéndoles un cariño especial.

Al menos, ese es mi caso.

Hoy he entrado en Amazon, después del fin de semana. De manera casi obsesiva me he dirigido a la página en la que aparece la portada de mi libro y, debo reconocerlo, me he quedado observándolo, embobado, durante unos minutos. Y es que, aunque lo haya terminado, él continúa ahí; paciente, risueño, constante, perseverante.

De algún modo, no sé cómo, ahora se han cambiado los papeles; se han invertido los roles. Yo ya no soy el que escribe en su alma de libro, antaño blanca; ahora es él el que plasma en mi alma de escritor, quizá no tan blanca como la suya, lo que está experimentando.

Y yo percibo, como un susurro intangible, su propia voz. Y me doy cuenta de que me hace las mismas preguntas que yo, de alguna manera, le he hecho a él: ¿ha merecido la pena el esfuerzo? ¿habré logrado plasmar con claridad en el papel las ideas que afloraban a mi mente? ¿Gustará? ¿Se interesará alguien por él?

Quizá, sólo quizá, este atormentado escritor se esté volviendo un poco loco; supongo que también está en su derecho. Pero, muy en el fondo, algo me dice que ha merecido la pena el esfuerzo y que él, desde sus páginas manchadas ahora de tinta negra, sabrá transmitir al mundo las aventuras, las grandezas y las miserias que, a lo largo de tantos días, he deseado plasmar en sus páginas.

Y ahí queda eso...

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